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El Hombre del Museo 

 

   Esta es la historia de un hombre y un sueño.

   Él nació en Bs. As.  La vida lo llevó por distintos rumbos: Bagual, Unión, Rancul y quién sabe cuántos más. Su personalidad se fue forjando en las distintas actividades que desarrolló, desde arriero hasta carnicero, pero siempre trabajando y construyendo. Por ser el mayor de sus hermanos, desde pequeño debió trabajar, lo cual solo le permitió llegar hasta el segundo grado de lo que en aquella época era la escuela primaria.

   Su destino final: Realicó.

   Allí se puso al frente de una tienda, en la que trabajó durante casi medio siglo: el Barato Roma.

   Quizás debido a su escasa instrucción, siempre sintió que tenía una asignatura pendiente, con el saber y la cultura.

   Por ello, mientras trabajaba y veía a su familia crecer, su constante inquietud y su curiosidad lo llevaron al comienzo de una interesante colección: billetes, monedas, estampillas y un juego de imitaciones de trabucos.

   Poco a poco crecía. No faltaban las antigüedades, y para completar la variedad, adquirió varios animales embalsamados de la vieja confitería de Arenilla, en Rancul. Comenzó a frecuentar círculos de coleccionistas, a vincularse con personas interesadas en la historia y sus objetos.

   Pero... ¿dónde podía poner todo esto?... Pequi, su esposa durante mas de 50 años, y la madre de sus hijos, ya no estaba de humor para tolerar animales embalsamados y armas antiguas en todas las paredes de la casa… entonces… con su propio esfuerzo – que es la manera en que hizo todo en su vida- construyó una sala en el fondo de su vivienda, y allí…

   …el 6 de enero de 1970, como un regalo de los Reyes Magos, nació en Realicó el Museo Patria Chica.

   Inspirado en lo cultural y en lo histórico, buscando el conocimiento del pasado para nuestros hijos y las nuevas generaciones y así poder mostrar pedazos de la historia de nuestra Patria Grande, según escribió su fundador en la apertura de su libro de visitas.

   Un sueño: su museo. Un regalo para Realicó: un pequeño trocito de cultura, que con el tiempo se iba a hacer más y más grande. 

   Entre las piezas iniciales de su colección se encontraban las primeras  monedas de 1813, las macuquinas (monedas hechas a golpe de martillo), otras monedas acuñadas 300 años AC, restos de gliptodonte, peces fosilizados, puntas de flecha, boleadoras.

   También se sumaron el Escudo de la Comisión de Fomento de Realicó, un tornillo de 50 kg donde se asentaba una de las máquinas del antiguo Molino Werner. Una carta del Brigadier General Rosas, gobernador de Bs. As. al Gral. Ramírez, gobernador de Córdoba, pidiendo autorización para emprender “una justa guerra contra el Gral. Santa Cruz” en el Alto Perú.

 

 

 
 

Anécdotas vinculadas a las aventuras de un hombre y su museo

 

   El hombre del museo no se relajaba nunca. Cada minuto libre estaba destinado a su pasión, su museo. Pero su espíritu era generoso: siempre quiso compartir lo que lograba con su pueblo. Realicó le había dado lo que tenia, le había permitido forjar una familia, le había dado su lugar en el mundo. Esta era su manera de agradecer y de enriquecer a su pueblo. El acceso a su museo era gratuito y para todos, sin discriminaciones de ninguna naturaleza. Y el hombre del museo dejaba su trabajo para ir a mostrar su obra a quien le interesara. Se convirtió en una visita obligada para los chicos de las escuelas, que concurrían, acompañados por sus docentes. Todos colaboraban: sus hijos acompañando a los visitantes, Pequi agasajándolos con sus artes culinarias. Y en su vejez también colaboraba El “Sr. López Anchorena”, el perro gran danés del hombre del museo, que imponía el mayor respeto como guardián de sus tesoros.

   Construir un museo, desde la nada y solamente con el esfuerzo de un ciudadano común, no es nada fácil. Lleva décadas de trabajo cotidiano. Pero el hombre del museo no era un ciudadano común, se dedicaba a ello aun cuando estaba de vacaciones. Sus hijos tienen fresco el recuerdo de las tarde en distintos arroyos cordobeses, con la zaranda, buscando puntas de flechas y objetos indígenas, en zonas donde antiguamente hubo asentamientos... y la alegría cuando la paciente tarea se veía coronada de éxito al encontrar una diminuta punta de flecha tallada en piedra.

   Esas mismas zarandas se agitaban en los medanos cercanos a Realicó –y otros no tan cercanos-, después de las tormentas de viento que destapaban restos de asentamientos, o de combates de la campaña al desierto. Entonces aparecían restos de un largavistas del ejército, pisoteado y herrumbrado, más puntas de flechas, bolas de piedra, de las boleadoras de los aborígenes. Y la pasión del hombre del museo alcanzaba su punto máximo.

 

 
 

La Pieza Perdida

 

   Precisamente, en uno de esos veraneos en Santa Rosa de Calamuchita (¿o era Villa del Dique?), tuvo su punto culminante un acontecimiento que llenó emoción al hombre del museo. En sus charlas con otros coleccionistas y hombres estudiosos de los objetos de la historia, siempre se escuchaba un relato que tenia visos de fábula. Su cuarto hijo era testigo y participe de dicha historia. La misma decía que Don José de San Martín, antes de su retiro a Europa, había hecho fundir el bronce de algunos de los cañones deteriorados, y con ese material mandó a tallar alrededor de una decena de placas con la imagen sobre relieve del cruce de los andes. Las tallas las habría realizado un escultor parisino de renombre en Francia, bajo las instrucciones de Don José, y habrían sido fijadas sobre una base de caoba. ¿Cual era el objeto de esto? Según los ancianos que motorizaban la historia, San Martín obsequió estas placas a sus mejores oficiales como reconocimiento del prócer por la gesta.

   El relato se repetía en distintos círculos, y siempre alguien tenia alguna información sobre otro que habría visto o escuchado algo de alguna de esas placas, pero... ¿las placas? No, nunca aparecieron.

   Hasta que en una de esas vacaciones familiares en una pequeña villa cordobesa, el hombre del museo visitó a uno de sus conocidos vendedores de antigüedades y objetos de arte, acompañado -otra vez- por su cuarto hijo. “¿Tiene algo que pueda interesarme?” dijo el hombre del museo. “Nada nuevo” dijo el vendedor de antigüedades, “sólo una placa de bronce con el cruce de los Andes.., me la trajo una anciana, dice que su abuelo fue soldado de San Martín…, pobre, me parece que está medio desequilibrada” remató el vendedor.

   El hombre del museo y su cuarto hijo se miraron… miraron al vendedor y le pidieron ver la placa, ambos hacían lo imposible por contener la ansiedad y la emoción.

   El vendedor los llevó hasta ella. Allí estaba… en su base de caoba original… el general lucía altivo sobre su caballo, y las tropas arrastrando la artillería entre la nieve y los hielos de la cordillera. El cuarto hijo solo atinó a tocarla, como queriendo sentir la vibración de los cañones y el temple de Don José, con la excitación de la aventura de la historia en sus ojos. El hombre del museo atinó a tomar la lupa y leer, no con menor emoción, la diminuta leyenda en francés de su base, con el nombre del renombrado escultor, y otras palabras en ese idioma. Ya no cabían más palabras. El hombre del museo miró a su cuarto hijo como preguntando “¿qué va a decir tu madre si me gasto la plata en esto?”, y su cuarto hijo respondió a la mirada como diciendo “no me importa acortar las vacaciones, si es para llevar esto al museo”.

   Resultado: la placa, en su marco de caoba está en el museo. Nadie puede dar pruebas de su autenticidad, no hay registros de esta historia. Pero la placa está... quizás para decirnos que las leyendas, a veces, no son tan fantásticas… o quizás para enseñarnos que los mismos materiales que forjan la historia por la fuerza, también sirven para recordárnosla desde el arte. ¿Quién sabe...?

 

 

 
 

Un Qué!!??

 

   A veces, el hombre del museo se dejaba llevar por su pasión, y no medía sus actos. Algunas de las piezas que poseía, provenían de remates de rezagos del Ejército Argentino. Desde fusiles Mauser, hasta balas de obuses, bayonetas.

   En cierta oportunidad, corriendo los años setenta, llegó de Buenos Aires, portando –entre otras cosas- una mira (óptica) de una pieza de artillería (obús) Krupp, alemana, de alguna de las guerras mundiales, conseguida en uno de esos remates. Ver a través de esa mira ya era todo un espectáculo, con su óptica graduada para asegurar el blanco y los increíbles aumentos de sus lentes, que ponían al alcance de la vista los objetos más lejanos. Pero ni Pequi, ni sus hijos imaginaban el resto de la historia: la mira era solo el adelanto de lo que vendría. El hombre del museo había “señado” la pieza de artillería completa! Para que Pequi –que no salía de su asombro- lo entendiera, lo dijo más crudamente: había comprado un cañón! “un qué!!!!???” dijo Pequi.

   Entonces vinieron las preguntas que sumergieron todo en un baño de realidad: ¿Por donde va a entrar al museo? ¿Vamos a tirar una pared abajo para entrarlo? ¿Va a quedar en el jardín, o en la vereda, apuntando hacia la plaza o la biblioteca popular? ¿O quizás hacia la municipalidad? ¿O su mira se dirigirá a la iglesia?

   Esa vez, la pasión del hombre del museo se vio frustrada por el sentido común. La operación se anuló. Y el museo se quedó sin su artillería. Y los transeúntes de la plaza Hipólito Irigoyen respiraron aliviados…

 

El Anillo Misterioso

 

   El hombre del museo seguía sumando continuamente piezas para su colección. Una vez, compró a un señor italiano algunas monedas de oro, cadenas y un par de anillos. Uno de los anillos –claramente una antigüedad- le pareció que luciría mejor en la mano de su esposa que en el museo, por lo que se lo dio para que lo usara.

   Pero el aroma a aventura que siempre acompañaba a este personaje, nuevamente se hizo notar…

   Un día en que olvidó quitárselo para lavar los platos, sufrió un lamentable accidente: el anillo se enganchó y se rompió. O aparentaba haberse roto…

   Mas que romperse, el anillo parecía haber tomado vida propia para develar su misterio.

   En ese momento, descubrieron que, en realidad este anillo misterioso ocultaba un compartimiento secreto. Sin querer se había accionado un resorte que abría en dos el aro y dejaba al descubierto una hendidura, como una cámara, en la que tal vez se podía guardar alguna sustancia, quizás un veneno o vaya a saber qué extraño elixir.

   Esta vez, la frustrada fue Pequi, pues sin dudas su anillo había dejado de ser un objeto de ornamentación personal, para transformarse en una pieza de museo rara y misteriosa.

 

El Hombre del Museo tiene nombre

 

   En los últimos años de su vida, en Realicó, muchos chicos lo conocían como “el hombre del perro”, pues era habitual verlo caminando por la plaza, luciendo su pequeña estampa que contrastaba con el fiel gran danés que lo acompañaba y que lo lloró gimiendo lastimosamente cuando se nos fue…

   Ya no lo llamaban “el hombre del Barato Roma”. La tienda ya no existía, y los chicos ni la oyeron nombrar, a pesar de que fue un símbolo del centro realiquense durante más de cuarenta años…

   Pero tenía nombre.

   El hombre del museo se llamaba Mohamed Díaz. Era hijo de un libanés y de una calabresa…

   Y era hijo de Realicó, aunque hubiese nacido en Buenos Aires.

   Y se llamaba David ante la iglesia, ya que el santoral católico no tiene ningún Mohamed.

   Y se llamaba Dahir para los familiares y los amigos íntimos

   Y era nuestro padre…

   Cuando éramos mas chicos y nos preguntaban el apellido, siempre alguien decía: “ah, ¿sos hijo del hombre de la tienda?”

   Pasados los años, y a medida que crecía la pasión de Mohamed, la pregunta fue cambiando:

“ah, ¿sos hijo del hombre del museo?

   Y eso nos llenaba de orgullo. El sueño y la pasión de Mohamed se habían instalado en su pueblo, y en otros pueblos de la provincia. Su legado iba a permanecer en el tiempo. Su esfuerzo no había sido en vano. 

   Patria Chica fue declarado de interés municipal y provincial. En el caso de la provincia, el interés se plasmó a través de una Ley, que fue sancionada por la Legislatura de manera unánime por todos los bloques que la integraban. En 1987 fue distinguido por el Ministerio de Educación y Justicia de la Nación, que lo incluyó en la Guía de Museos de la Argentina. 

   En 1988 ya eran tantas las piezas atesoradas que fue necesario inaugurar una segunda sala, mucho más grande: la Sala Don Ernesto, recordando al papá de Mohamed. Y la vieja y querida salita de 1970 recibió el nombre de Don Luis, en honor al papá de su esposa, Virginia (Pequi). 

   La sala Don Luis está integrada mayoritariamente por armas, blancas y de fuego, y una colección de mates de plata y rarezas marinas. Luego de la partida de su fundador, se habilitó en esta sala un pequeño sector en su homenaje, con objetos personales y fotografías, a fin de que los visitantes conozcan a quien hizo posible esta obra. 

   La sala Don Ernesto conserva la sección de taxidermia, antigüedades, arqueología, paleontología, documentos históricos, rarezas y billetes del mundo.

   Con excepción del sector en su homenaje, todo está conservado como Dahir lo tenía. Tal como lo dejó, antes de partir el 20 de Marzo de 2002. 

   Sólo algo cambió, ya no es sólo el Museo Patria Chica, ahora es el “Museo Patria Chica de Mohamed Díaz”, y es el Museo de Realicó. 

   El hombre del museo ya no está, ya no se incorporan nuevas piezas a su colección, pero su familia sigue tratando de que su legado siga vigente, manteniendo la gratuidad y la apertura del museo para todos. También colaboran las autoridades, destinando personal para ayudar en la conservación y limpieza de la colección. Y también colabora el pueblo que lo vió construirlo, valorando y jerarquizando este rinconcito de la historia y la cultura. 

   Sin decirlo, él tenía en claro algo: “el mundo no es el que nos dejaron nuestros padres, sino el que nos prestaron nuestros hijos… por lo tanto, cuando partimos, debemos devolverlo mejor que cuando lo recibimos”. Y lo hizo. Nos dejó su museo, y –lo más importante- nos dejó su ejemplo.  

   El hombre del museo también tiene su espacio en la plaza principal de Realicó. Casi frente a la que fue su casa durante mas de 40 años, y sede del museo, sobre calle Gobernador Centeno, se plantó un caldén en su memoria: Está identificado con una placa tallada en madera por su tercer hijo, que reza: “in memorian, Mohamed Díaz”. 

   A veces, es posible ver a Pequi, cruzando la calle, despaciosamente, con una jarra con agua en sus manos, rumbo a la plaza. Ella quiere asegurarse que el caldén se mantenga fuerte y vigoroso, como la memoria del hombre del museo.

 

 
     

 

 

  Museo Patria Chica de Mohamed Diaz 

  Gobernador Centeno 1566 - Realicó - La Pampa 

  e-mail: info@patriachica.com.ar 

  República Argentina